Caídas


De cuando Jacinto quiso descansar por siempre

Era Jacinto hombre de talle grande, un hombre hecho para trabajar el campo, lo cual no quita para que desde tempana edad cosechara fama de gandul.

Con siete años recién cumplidos, fue por primera y última vez a la escuela, y las primeras palabras de la maestra le cayeron como un jarro de agua fría:
  • Buenos días mis queridos niños, estamos de enhorabuena hoy. Comenzamos un nuevo curso y además este año nos acompaña Jacinto, que finalmente, ha aceptado estar con nosotros. Vosotros ya conocéis las primeras letras y a él le espera un duro trabajo para ponerse a vuestra altura. Es por ello que os solicito vuestra colaboración, la cual será felizmente recompensada. A Jacinto darle la bienvenida e indicarle que el camino está lleno de obstáculos que con tesón, esfuerzo y mucho trabajo serán salvados sin dificultad.1

Todo esto lo recitó Doña Pilar casi sin tomar aliento. Lo que asustó más a Jacinto que el contenido del discurso, pues lo único que alcanzó a comprender fue lo del esfuerzo y el trabajo.
Jacinto se levantó y mientras apretaba el cordel que hacia de cinturón pronunció su particular alegato:
  • Yo creo que esto de la escuela no es para mí y para quitarme de lios me voy para el barranco. Que mi madre me dijo que si no me gustaba que me fuera con tío Antonio.

Y sin más salio de la escuela como alma que lleva el diablo.

Paso algún tiempo trasteando con tío Antonio en el molino hasta el día que éste le dijo que para remover la tostadera sobraban brazos. Que los suyos ya estaban preparados para cargar la molina y apilar el rollón y el gofio.

Ya no volvió al día siguiente y comenzó a frecuentar el cafetín de Paco.
Allí hizo amistad con Genaro, un antiguo feriante cuya única ocupación era la de sepulturero.
Genaro le contaba historias de sus correrías por las fiestas y ferias de todas las islas. Le hizo ver que el mejor trabajo de un hombre era el de enterrador, a fin de cuentas no morían más de seis vecinos al año y el cementerio lo limpiaban las mujeres de la parroquia.
Con las perras que le daba el cura y cuatro recados más, tenía asegurado el pan y el vino.
Fue tan fuerte la amistad que contrajo, que se convirtió en la mano derecha de Genaro, hasta el punto de convertirse en el favorito para sustituirle cuando éste faltara.
Lo que no tardó en suceder.
Un viernes después una partida de envite, Genaro se encaminó al cementerio para dormir la borrachera.
No llegó por propio pie pues al saltar la acequia de la cumbre cayó por el precipicio y fue a dar con la cabeza en una tosca que diseminó todas sus ideas ladera abajo.
Jacinto con apenas quince años fue el encargado del enterramiento.
El primero y el último porque se dio cuenta de que no solo había que enterrar al difunto sino abrir la fosa. Esto le llevó casi tres horas y aquellas costillas poco acostumbradas a doblarse no pudieron resistirlo, de modo que pasó una semana sin levantarse de la cama.

La madre, viuda desde hacía diez años, no daba crédito.
Ella le había permitido vagar por considerarlo niño, pero ya llevaba pantalón largo y creía que era hora de buscarle empleo, y vista la reacción del muchacho, después de unas horas tirando del pico y la pala, se temía lo peor.
No se equivocaba.
Pocos días después Jacinto hizo saber a su madre que él no había nacido para el trabajo, que a fin de cuentas para una hogaza de pan y un vaso de vino siempre había una beata dispuesta a dar limosna.
Y fue como Jacinto inició su carrera como mendicante oficial del pueblo y de otras parroquias vecinas.

Pasó el tiempo y con su madre difunta no le quedó ni tan siquiera un techo bajo el que cobijarse de modo que terminó viviendo en una cueva cercana al molino.

Su vida desde entonces transcurrió en un ir y venir de isla a isla acompañado a los feriantes.
Trabajar lo que se dice trabajar , no trabajaba, hacia algún recado y se apostaba en cualquier esquina para recaudar limosna.

Pasados cincuenta años regresó al pueblo con menos pertenencias de las que poseía el día que se fue.
Su idea acerca del trabajo no había variado un ápice ,sin embargo, debía buscar la forma de salir adelante. Tal vez el puesto de sepulturero estaría vacante.
Al fin y al cabo ahora los enterramientos se hacían en nichos y no era necesario abrir la fosa.
Preguntó a un joven guardia urbano. La respuesta fue contundente.
  • De eso se encarga una compañía de la capital.
El pueblo había cambiado y ya no era fácil obtener unos cuartos para pan y vino.
El cafetín de Paco ahora estaba ocupado por una oficina de desarrollo local lo cual lo empeoraba todo, pues los lugareños echaban las partidas de cartas en el local social, donde lo más fuerte que se despachaba era agua con gas.
Habían abierto un bar junto a la plaza, en el que los camareros llevaban delantales a modo de faldas y el vino se servía en las mesas siempre acompañado de buena manduca.
La gente le miraba de reojo y, exceptuando a los más viejos, no reconocía a nadie.
Él era también un desconocido.
La cueva estaba tapada por la maleza y a causa de los últimos inviernos, especialmente lluviosos, parte del techo se había derrumbado.
No quiso entrar, dio media vuelta y se encaminó hacia la acequia de la cumbre.

Retiró el cordel que hacía de cinturón y lo pasó por una de las ramas de la vieja higuera de tío Antonio.
Al rato volteaba por la ladera hasta pararse en las tuneras del barranco.
Cuando hacía lo posible por levantarse, pasó por el camino Lolina, la de Angelito.
¡Qué vieja estaba! Pensó mientras la mujer le preguntaba:
  • Jacinto mi niño ¿Qué hace en las tuneras?
  • ¡Cállese Lolina! Que me quería ahorcar, me llené de espinas y encima casi me mato.
1 La maestra, Doña Pilar era de origen español oriunda de un pueblo de la meseta, con posible localización entre Despeñaperros y los Pirineos.