Un gato encontró un ratón. Mientras lo observaba fijamente se durmió. Mientras dormía repetía: Yo, luego yo, y si sobra algo, para mí. Cuando despertó el ratón ya no estaba.
Despertó la mañana, una mañana de las que anuncian el fin del verano. Calurosa, húmeda y a la vez gris, premonitoria de un otoño de desasosiegos y angustias. Una libra de vino y par de yemas frescas, dos cucharadas de azúcar, un café fuerte y la escarcha de cada día en el pecho, energético y fugaz desayuno para enfrentar otro día. Desde los llanos rasurados llegó el aroma cansino de la paja seca, por la solana bajaron los vencejos anunciando viento y por la umbría los riscos supuraron las ultimas gotas del llanto nocturno. Arrojo la cuchara con desden sobre la mesa anunciando el hastío de quien ha devorado casi todo sin llegar a saciarse. ¿Quizás sea la señal del fin? ¿Acaso un nuevo principio? Ventana al otro lado
Operarios en labores de sangrado previas al despiece. En Isla, pese a la creciente escalada de fenómenos adversos y por consiguiente el mal tiempo, hace ya varias lunas que los hidroaviones extranjeros consiguen amerizar con éxito en la bahía de La Baja, cerca de Villa Dunas. Cientos de ellos llenan los hostales y posadas atraídos por la insular gastronomía. El desarrollo de la industria cárnica local, pionera en el aprovechamiento integral de cadáveres humanos para la alimentación, pasó en su momento de ser vital para el auto abastecimiento a constituir el motor de la economía de Isla al sustituir el sol y la playa como atractivo reclamo de visitantes foráneos. El aumento exponencial de la demanda se resolvió en un primer momento con la autorización al matadero local para sacrificar a todo individuo adulto incapacitado para el trabajo, con agotadas facultades reproductivas o condenados por alterar el orden establecido. Además es aprovechado todo el material h...
Las Alvarado eran siete mujeres. Y Alvarado, un hombre. Llegaron en el último coche de hora que subía de la capital. Esa tarde el cielo vomitaba un torrente de agua fina. Acaso eran lágrimas aún no derramadas. Cada una de ellas portaba un hatillo y poco más. El hombre Alvarado traía, únicamente, un viejo libro bajo el brazo, un sombrero de ala ancha y un bastón negro con empuñadura de hueso y latón. Del coche, bajaron en riguroso orden de edad, orden que siguieron por la calle del Medio hasta llegar a la pensión de Doña Herminia. La fonda era una destartalada casona que en otro tiempo fuera residencia de verano de Don Saturnino Cazorla, un hacendado de la Vega de San Lorenzo que había muerto el día que pretendió a la mujer de un comerciante de telas llegado de Malta. Dña. Herminia, su única hija heredó la casa del padre y las deudas de un marido borracho, tramposo y pendenciero. Era el lugar de encuentro de los hombres del lugar cuando caía la noche y de desencuentro antes ...
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