Las Alvarado eran siete mujeres. Y Alvarado, un hombre. Llegaron en el último coche de hora que subía de la capital. Esa tarde el cielo vomitaba un torrente de agua fina. Acaso eran lágrimas aún no derramadas. Cada una de ellas portaba un hatillo y poco más. El hombre Alvarado traía, únicamente, un viejo libro bajo el brazo, un sombrero de ala ancha y un bastón negro con empuñadura de hueso y latón. Del coche, bajaron en riguroso orden de edad, orden que siguieron por la calle del Medio hasta llegar a la pensión de Doña Herminia. La fonda era una destartalada casona que en otro tiempo fuera residencia de verano de Don Saturnino Cazorla, un hacendado de la Vega de San Lorenzo que había muerto el día que pretendió a la mujer de un comerciante de telas llegado de Malta. Dña. Herminia, su única hija heredó la casa del padre y las deudas de un marido borracho, tramposo y pendenciero. Era el lugar de encuentro de los hombres del lugar cuando caía la noche y de desencuentro antes ...
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