La culpa
Las Alvarado eran siete mujeres. Y Alvarado, un hombre.
Llegaron en el último coche de hora que subía de la capital. Esa tarde el cielo vomitaba un torrente de agua fina. Acaso eran lágrimas aún no derramadas.
Cada una de ellas portaba un hatillo y poco más. El hombre Alvarado traía, únicamente, un viejo libro bajo el brazo, un sombrero de ala ancha y un bastón negro con empuñadura de hueso y latón.
Del coche, bajaron en riguroso orden de edad, orden que siguieron por la calle del Medio hasta llegar a la pensión de Doña Herminia.
La fonda era una destartalada casona que en otro tiempo fuera residencia de verano de Don Saturnino Cazorla, un hacendado de la Vega de San Lorenzo que había muerto el día que pretendió a la mujer de un comerciante de telas llegado de Malta. Dña. Herminia, su única hija heredó la casa del padre y las deudas de un marido borracho, tramposo y pendenciero. Era el lugar de encuentro de los hombres del lugar cuando caía la noche y de desencuentro antes de la salida del sol.
Doña Herminia aparentaba ser mujer de orden y jamás daba posada a quien no tuviese credencial, con previa notificación y fianza. El negocio no daba para llenar más bocas que la suya y la de Anita, una joven recogida del torno. Anita cumplía durante el día con las labores de la casa y por la noche con los lugareños. Doña Herminia cobraba las atenciones, servía el vino y vigilaba el orden.
-Muchas gallinas para un solo gallo, eso siempre era motivo de problemas. Pensó en cuanto se presentaron a su puerta.
Allí pasaron la noche, después de que los ruegos de la menor de las Alvarado ablandara el corazón de aquella vieja mujer que regentaba la fonda.
La menor de los Alvarado, a penas una chiquilla, destacaba por su belleza. Sus seis hermanas y su madre acentuaban la belleza de la menor, más que nada, por la extrema fealdad de todas ellas.
A Rosa, la mayor, le precedía un poblado bigote que despuntaba en el rostro de una mujer de algo más de un metro ochenta, noventa de espaldas y el resto de la mole formaba un cilindro de dimensiones semejantes. Toda una estructura apoyada en dos plataformas planas de doce por cincuenta. Era Rosa la alegría de modistos y zapateros, no tanto por las posibilidades creativas sino por la cantidad de género a emplear para tapar tanto recebo y calzar aquellos rejos que en otras eran delicados dedos.
Le seguía Luisa, algo más tiposa, pero que padecía casi todos los males que una persona pueda padecer. Su hatillo portaba una muda limpia y cuantos ungüentos, píldoras y pócimas se despechan en botica.
Cuarenta años cumplidos y poseía un historial médico mayor que el archivo del hospital. Enfermiza y desagradable tanto por el gesto como por el aliento, culpaba de todos sus males a Fernanda.
Fernanda, una hora menor que ella, fue la beneficiaria de la teta de su madre mientras que Luisa hubo de mamar de una nodriza, monja arrepentida y aficionada al moscatel. ¡Sabrá dios por qué!
Fernanda, la más bajita de las seis, era el vivo retrato de su madre; baja, rechoncha, con cara de pan de papas y la mala leche de una gata en celo. Apenas hablaba, y cuando lo hacía era para faltar.
La cuarta era Antonia, con un cuerpo idéntico a la de Rosa, sustituyendo el bigote por un lunar del tamaño de una perra chica en la mejilla derecha. Era la más simpática de todas, pasaba las horas cantando, mal con ganas, pero con gracia y picardía. Conocía todo el repertorio de María Mérida y entre cuplé y cuplé, imitaba, con gran acierto, a Mario Moreno, Cantinflas, mucho más alta que éste y sin los bigotes de Rosa que a decir de todos, eran unos mostachos dignos de un macho cabrío.
Entre Antonia y la más pequeña de los Alvarado, Lucía, noble como su mismo nombre, y con menos luces que un submarino espía. Lucía era sencillamente: Fea y totorota.
Eso sí, con un corazón tan grande como la barriga de cualquiera de los Alvarado. Con decir que el día que supo por el parte de Radio Nacional del extravío de un legionario en el Puerto, pasó la tarde llorando por la suerte de aquel hombre solo y en esos ambientes de malas mujeres y marinos camorristas que suele haber en todos los puertos del mundo.
La menor de los Alvarado era hermosa, la única hermosa. Inteligente y culta, con una mirada salida desde lo más profundo del paraíso que representaba su rostro.
Mujer como la menor de las Alvarado, nunca fue vista en Los Acebuchales. Ofelia conquisto el corazón de Doña Herminia y levantó envidia y desconfiaza en Anita.
La posadera puso como condición para darles albergue que después de la cena debían ocupar las habitaciones y no salir salvo en caso de incendio.
La mañana llegó con los primeros rayos de sol, que penetraba en el pueblo desde lo alto de La Montañeta, para reposar en las tapias cubiertas de jazmines y hiedras.
El hombre Alvarado se había levantado dos horas antes y se entretenía leyendo el misterioso libro que siempre le acompañaba.
Cuando las campanas de la iglesia tañeron para la misa de las seis los Alvarados daban cuenta de un copioso desayuno en el comedor de la casa, mientras Anita de mala gana fregaba los suelos. El silencio de la mesa lo alteró Doña Herminia con una retahíla de preguntas que no obtenían respuesta hasta que el Hombre Alvarado levantó la cabeza y dirigiéndose a la mujer dijo sus primeras palabras desde que llegara.
-Hemos pagado pensión y fonda para una noche, cuando raye el mediodía las campanas doblarán a muerto.
De los bolsillos del abrigo sacó el hombre Alvarado dos pistolas cargadas y disparó a ambos lados de la mesa, miró a la puerta, cogió el libro y leyó en voz alta.
- Cualquier maldad es poca cosa al lado de la maldad de una mujer: ¡ojalá que caiga sobre ella el castigo de los pecadores!
Por la mujer comenzó el pecado: por su culpa morimos todos.
Ecclesiasticus 25:19,24